Queridísima Catica:
Como tú sabes, siempre
he sido un defensor de menesterosos, “desfacedor de entuertos y de agravios”,
un permanente opositor al régimen imperante, un aspirante a iconoclasta, con
los honrosos alias de “Doctor Lenin”, dado en Villavicencio, y “El Conde de la
Rubiera”, en Ibagué, donde también me llamaron “Mefistófeles”.
Por eso no es raro que,
hallándome en mi oficina de abogado, en mi bufete, en Bogotá, me hubiera
visitado un llanero en busca de mis servicios profesionales para defender unos
amigos suyos en Villavicencio a quienes por la gravedad de su caso, falsedad
documentaria y peculado les habían aconsejado hacer lo que hacen muchos:
perderse de la inmensidad del llano.
Llegué a Villavicencio,
los defendí con éxito y, desde el primer momento, dejé allá mi corazón. Así es
el llano: desde el primer momento se le ama; y eso que Villavicencio apenas es
“La puerta del llano” ya que está en el piedemonte, en las estribaciones de la
cordillera y el llano empieza donde esta se esfuma, donde desaparece de la
vista la gran cordillera de los Andes.
Poco a poco fui
conociendo este, a la vez calidoscópico paraíso e infierno verde, hasta hacerme
llanero por adopción. Hoy lo soy con orgullo y con agradecimiento.
Como Quijote, un buen
día enfoqué baterías contra algunos jueces y magistrados del Tribunal Superior
del Distrito Judicial y “ahí fue Troya”: me dictaron orden de captura en
vísperas de Navidad. Pero como primero notificaron a la radio que a mí, como es
costumbre en Colombia, donde la Justicia es, ante todo, un espectáculo, pude
viajar a Bogotá, disfrazado de vaquero, pedir cambio de radicación del proceso
y obtener preclusión. Ese proceso estaba basado en el supuesto de que yo “estaba pensando cometer un delito”, por lo cual el Tribunal Superior del
Distrito Judicial de Bogotá dijo que no sólo no había delinquido sino que ni
siquiera había tenido la intención de delinquir. Pero, entre tanto, tuve que
pasar unos pocos meses en una cárcel bogotana en donde, como en toda cárcel,
aprendí muchas cosas: la primera, que en Colombia, hasta para entrar a la
cárcel, se necesitan “palancas” y digo esto porque yo tuve que conseguirlas
para entrar a una y no a otra. Allá, por voluntad propia y trabajando con mi
propia máquina de escribir, me convertí en un asesor del director: con otro interno,
que era juez; fuimos los encargados de dar los permisos para que los presos
hablaran por teléfono, pero como hasta en la cárcel él se sentía juez y yo
defensor, éramos muy distintos: una cosa es pedir un favor a un juez, así esté
preso, y otra a un defensor.
Como asesor casi logro
autorización para un experimento revolucionario: como se acercaba la fiesta de
Nuestra Señora de las Mercedes, que es la patrona de los presos, propuse al
Director que ese día la cárcel tuviera las puertas abiertas y como guardianes a
un grupo de presos, desde luego, sin armas. Mostrar al mundo una cárcel en que
los detenidos lo están simplemente porque saben que deben estar detenidos; pero
la llegada de un antiguo director, como nuevo preso, infundió miedo al presente
y se frustró el experimento.
Desde la cárcel saqué
legalmente, por medio de memoriales escritos por mí y firmados por los
interesados, no menos de veinte internos, lo cual nos enseña otra cosa: que en
Colombia quien cae preso y no tiene defensor, puede pasar años encarcelado
aunque en muchas ocasiones podría salir con un simple memorial, por ejemplo,
alegando vencimiento de términos; pero esos memorialitos no se hacen y las
cárceles se saturan de presos: fácilmente el triple o el cuádruple de los que
en ella caben.
Rehabilité al “Doctor
Pastillas” un joven médico que había viajado a España a hacer una especialidad
pero a quien, en una visita halló su
padre al señorito, en peteneras, con unas lindas madrileñas, razón de la sin
razón por la cual inmediatamente se vino con él a Bogotá donde lo dejó, sin un
centavo, en El Dorado. Cometió el
joven alguna tontería y fue a parar con sus huesos a la cárcel donde frustrado
se dedicó a tomar pastillas, de ahí su apodo. Me hice su amigo, me contó de los
regalos de libros que hacen las editoriales españolas y lo puse a conseguirlos:
a los pocos días teníamos cantidades de buenos libros para la biblioteca del
penal y lo hice nombrar bibliotecario. Fue el primer paso para su
rehabilitación; el segundo fue una noche en que enfermó de gravedad un preso;
no había médico y el director ya estaba en su casa. Había desconcierto sobre lo
que hacer. Alguien pidió mi consejo en esa emergencia y yo le dije: “Llévelo a
consulta con el Doctor Pastillas”; el “Doctor Pastillas” se dedicó toda la
noche a atenderlo y le salvó la vida; al día siguiente era un héroe, el médico
del penal lo felicitó y tuvo permisos especiales y, lo más importante: era
hombre totalmente rehabilitado.
Con el cine pasó algo
parecido: había proyector, pero ni películas ni telón. Solicité a los distribuidores
que nos mandaran las películas y a los pocos días estábamos recibiendo todas
las que iban a estrenar en Bogotá, pero como no había telón y los televisores
eran viejos y deteriorados, los esmeralderos allá detenidos contagiados de
altruismo, generosamente resolvieron donar nuevos televisores y el telón.
Indignado por un
comentario falso y despectivo de algún magistrado de Villavicencio, que conocí
de boca de un visitante, resolví desmentirlo y logré algo casi imposible: había
un preso a quien le habían declarado contraevidente el veredicto a quien su
defensor le dijo: yo le hago la nueva defensa, pero me la tiene que pagar,
porque yo ya lo defendí con éxito; y como el hombre no tenía dinero, había
perdido dos oportunidades de una nueva audiencia; le ofrecí mis servicios
gratuitos, obtuve su poder, autorización de mi juez para defenderlo y
aceptación del juez de él como su apoderado y dos días de permiso: uno para
estudiar el expediente y otro para defenderlo; le hice la defensa más sentida
que he hecho en mi vida, porque como detenido sentía en carne propia lo que es
la pérdida de libertad; obtuve su absolución y como era la segunda, el juez,
por mandato de la ley, le dio la inmediata libertad, de modo que mi defendido
salió de la sala de audiencias a la calle, mientras que yo, su libertador,
volvía a la cárcel pues el permiso expiraba.
Poco después obtuve mi
más preciado diploma: Se produjo mi preclusión y mis compañeros de cárcel me
escribieron una bella carta felicitándome porque me llegaba el don preciado de
la libertad; pero lamentando que se fuera su “ángel de la guarda”.
Volví a Villavicencio,
pero los odios aún estaban vivos: me inventaron otro proceso y un detective me
detuvo tan pronto regresé a mi oficina y fui a parar a un calabozo del DAS. El
hecho fue de público conocimiento: las radiodifusoras transmitieron la noticia;
la ciudad se conmovió, me llovieron mensajes de solidaridad y almuerzos, que yo
cortésmente los devolvía diciéndoles que había declarado la huelga de hambre
hasta que me resolvieran la situación pues a mi juez lo habían enviado en
comisión de un mes a Arauca. Fui trasladado de urgencia a la cárcel del
distrito Judicial, donde fui recibido por el director con estas palabras:
“Doctor, usted aquí no es un preso sino un huésped de honor del
establecimiento”. Me invitó a comer alguna fruta o tomar un jugo, pero al saber
que yo estaba en huelga de hambre se preocupó mucho y dio orden al médico de
hacerme frecuentes chequeos: fue la primera y única vez que al acostarme por la
noche y al levantarme por la mañana del día siguiente, he tenido chequeos
médicos. El director me invitó a recorrer con él la cárcel, donde fui
cordialmente saludado por mis clientes y demás presos; en un momento se dio un
golpe con la mano en la cabeza y me dijo: “Al fin resolví un problema que me
tenía preocupado: el lugar de su alojamiento. Lo voy a alojar aquí, en compañía
de los asesinos de los indios Cuibas”. Con cierta sonrisa le agradecí su
deferencia por dejarme en tan buena compañía, a lo cual me dijo: “Esté
tranquilo, estas son las mejores gentes de la cárcel, yo incluido; tienen
excelente conducta, aquí no le pasará nada, ellos lo respetarán y lo harán
respetar si fuere necesario, lo cual no creo ocurrirá a juzgar por la
cordialidad con que lo han acogido sus defendidos y demás presos.
Vinieron las
presentaciones y uno de ellos me dijo: “sabemos quién es usted y también que no
tardará mucho aquí, (lo que resultó cierto porque el Director de la Cárcel,
previo concepto favorable de su Consejo o Junta asesora, me puso en libertad a
las setenta y dos horas, por no haberse legalizado mi detención por los jueces)
por eso aprovechamos para pedirle nos defienda gratuitamente porque no tenemos
defensor ni dinero para pagarlo, por eso llevamos cuatro años detenidos y sin
esperanza alguna de salir”.
Les pedí un relato
real, verídico del caso, tal como fue, sin modificaciones en lo mínimo.
Empezaron su relato y yo empecé a visualizar el llano, sus paisajes, sus
gentes, sus costumbres, su historia, su música, sus ganados, los indios, los
truenos, los relámpagos, las tempestades y todo lo demás que leerás en este
libro.
A esta altura del
relato, debes estar pensando: Me has hablado de Villavicencio, del llano, de la
cárcel, de unos asesinos que dizque son las mejores personas de la cárcel, y
hasta de chubascos, truenos, relámpagos y tempestades, pero nada de “La
Rubiera”.
¿Qué
es “La Rubiera”?
Sin que las palabras
esenciales sean completamente sinónimas, sino apenas apropiadas para darse
cuenta del principal sujeto, podemos decir que “La Rubiera” es una finca raíz,
una hacienda ganadera, una fundación, un hato de treinta o treinta y cinco mil
hectáreas, ubicado en los llanos Orientales de Colombia, en los límites con
Venezuela, cercano a los ríos Arauca y Capanaparo.
Su nombre se hizo
conocido por el proceso penal del asesinato de los indios Cuibas, instruido por
la muerte violenta de quince o dieciséis, quizás menos, quizás más, indios
nómadas, analfabetos, de la familia Cuiba, probablemente brasileños, quizás
venezolanos, tal vez, colombianos, provenientes de la región del Caciquiare,
engañados con la oferta de darles alimento, “pisillo”, que es carne de venado
con yuca y plátano sobre hojas de plátano, y asesinados a garrote, cuchillo y
bala, mientras comían, por unos vaqueros colombianos “casi tan salvajes como
los indios”; proceso en que discuto problemas de magia, teológicos,
filosóficos, jurídicos, antropológicos e históricos sobre si matar indios es
malo en ese ámbito; y sobre si es lícito o no, frente a los axiomas “La
ignorancia, de la ley no sirve de excusa” y “La costumbre hace la ley”.
El desarrollo de las
audiencias fue noticia del día, en los principales diarios de Colombia: El
Tiempo, El Espectador, El Siglo, que varias veces le dieron primera página; y
varias veces, también, apareció en periódicos y revistas del exterior, como The
New York Times, que envió corresponsal especial a Villavicencio, a cubrir la
última audiencia: y cosa similar, L´Europeo de Roma, que también lo envió y publicó un reportaje de diez y seis páginas. Time,
Herald de Miami, Excelsior de México, El Nacional de Caracas, El Mercurio de
Santiago de Chile, El Comercio de Lima, Le Monde, Paris Match y Le Jour de
Paris y Nuevo Diario de Madrid. Fue noticia también de Cromos, que entre las
fotos destacadas de 1972 publicó la de Alberto Lleras montando en bicicleta, la
de Fidel Castro, montando en camello y la mía, en los hombros de los procesados
de La Rubiera cuando obtuve su absolución.
A un periodista ruso
que, al conocer mi apodo de “El doctor Lenin” me hizo reportaje y tomó
fotografías desde diversos ángulos, se le ocurrió aprovechar la ocasión de estar
en Villavicencio para ir a Casa Verde a entrevistar a Tirofijo, eso le ocasionó
la incautación de sus equipos y la expulsión del país; y a mí, meses después,
ir a pasar diez días a la Escuela de Caballería en investigación, con amenazas
como la de “abrirle la barriga a su mujer y echarle el feto a los perros” si no
explicaba por qué aparecía yo en el mismo rollo fotográfico en que estaba Tirofijo
y si no confesaba ser “el jefe encubierto del partido Comunista” y cuánto
dinero recibía de Rusia. Quizás esa sea la causa de la admirable personalidad
de Diego Nicolás, tu hermano. Y, algún tiempo después, cuando anuncié que
publicaría esta defensa, fui secuestrado, con simple fin intimidatorio, como
puedes leerlo en los diarios capitalinos El Espacio y El Bogotano del 3 de
noviembre de 1975. Eso te explica por qué siempre fui reacio a publicar La
Rubiera.
Me pediste una
reconstrucción de la audiencia de La Rubiera. En un principio me pareció cosa
fácil: existen las actas de las audiencias de Villavicencio y de Ibagué, las
casettes y las crónicas diarias de los periódicos, pero luego me percaté que la
cosa no era tan fácil: es muy distinto pronunciar un discurso ante un
auditorio, cualquiera, el que sea, en que la mímica y los cambios de voz
influyen tanto; y otra leerlo en un libro, en una biblioteca, en la casa u otro
lugar; pensé también que una simple transcripción lo asemeja mucho a un
memorial; y que los memoriales son tan aburridos que ni los fiscales, ni los
jueces, ni los magistrados, por regla general los leen, no obstante que es su
obligación y que les pagan por ello… Opté entonces por hacer una tercera
defensa, para el público, con todos los elementos de las dos anteriores pero
sin olor a expediente, en pequeñas consideraciones que pueden leerse en
cualquier orden. Al público no le interesa el folio de una declaración, sino qué
me dijeron los procesados aquella tarde
en que los conocí como las mejores
gentes de la cárcel de Villavicencio.
El llano de esta
defensa no es el de Villavicencio, ciudad de mis amores que cada vez que piso
me fortalece el alma, ni el de Restrepo , ni el de Puerto López, ni el de
Puerto Gaitán, ciudades ciertamente del llano donde filman las telenovelas, sino
aquel en que no se divisa la Cordillera de Los Andes, aquel en que el horizonte
no tiene límite, en donde el ganado no se arrea con motocicletas ni se ordeña
con aparatos electromecánicos, sino que se arrea con potros salvajes, como también
lo son las reses, y los vaqueros pudieran ser pares de El Cordobés, y las vacas
no se ordeñan.
Cuando me refiero a una persona del proceso en
concreto le cambio el nombre.
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