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miércoles, 6 de junio de 2012

Prefacio


Queridísima Catica:
Como tú sabes, siempre he sido un defensor de menesterosos, “desfacedor de entuertos y de agravios”, un permanente opositor al régimen imperante, un aspirante a iconoclasta, con los honrosos alias de “Doctor Lenin”, dado en Villavicencio, y “El Conde de la Rubiera”, en Ibagué, donde también me llamaron “Mefistófeles”.
Por eso no es raro que, hallándome en mi oficina de abogado, en mi bufete, en Bogotá, me hubiera visitado un llanero en busca de mis servicios profesionales para defender unos amigos suyos en Villavicencio a quienes por la gravedad de su caso, falsedad documentaria y peculado les habían aconsejado hacer lo que hacen muchos: perderse de la inmensidad del llano.
Llegué a Villavicencio, los defendí con éxito y, desde el primer momento, dejé allá mi corazón. Así es el llano: desde el primer momento se le ama; y eso que Villavicencio apenas es “La puerta del llano” ya que está en el piedemonte, en las estribaciones de la cordillera y el llano empieza donde esta se esfuma, donde desaparece de la vista la gran cordillera de los Andes.
Poco a poco fui conociendo este, a la vez calidoscópico paraíso e infierno verde, hasta hacerme llanero por adopción. Hoy lo soy con orgullo y con agradecimiento.
Como Quijote, un buen día enfoqué baterías contra algunos jueces y magistrados del Tribunal Superior del Distrito Judicial y “ahí fue Troya”: me dictaron orden de captura en vísperas de Navidad. Pero como primero notificaron a la radio que a mí, como es costumbre en Colombia, donde la Justicia es, ante todo, un espectáculo, pude viajar a Bogotá, disfrazado de vaquero, pedir cambio de radicación del proceso y obtener preclusión. Ese proceso estaba basado en el supuesto de que yo “estaba pensando cometer un delito”, por lo cual el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá dijo que no sólo no había delinquido sino que ni siquiera había tenido la intención de delinquir. Pero, entre tanto, tuve que pasar unos pocos meses en una cárcel bogotana en donde, como en toda cárcel, aprendí muchas cosas: la primera, que en Colombia, hasta para entrar a la cárcel, se necesitan “palancas” y digo esto porque yo tuve que conseguirlas para entrar a una y no a otra. Allá, por voluntad propia y trabajando con mi propia máquina de escribir, me convertí en un asesor del director: con otro interno, que era juez; fuimos los encargados de dar los permisos para que los presos hablaran por teléfono, pero como hasta en la cárcel él se sentía juez y yo defensor, éramos muy distintos: una cosa es pedir un favor a un juez, así esté preso, y otra a un defensor.
Como asesor casi logro autorización para un experimento revolucionario: como se acercaba la fiesta de Nuestra Señora de las Mercedes, que es la patrona de los presos, propuse al Director que ese día la cárcel tuviera las puertas abiertas y como guardianes a un grupo de presos, desde luego, sin armas. Mostrar al mundo una cárcel en que los detenidos lo están simplemente porque saben que deben estar detenidos; pero la llegada de un antiguo director, como nuevo preso, infundió miedo al presente y se frustró el experimento.
Desde la cárcel saqué legalmente, por medio de memoriales escritos por mí y firmados por los interesados, no menos de veinte internos, lo cual nos enseña otra cosa: que en Colombia quien cae preso y no tiene defensor, puede pasar años encarcelado aunque en muchas ocasiones podría salir con un simple memorial, por ejemplo, alegando vencimiento de términos; pero esos memorialitos no se hacen y las cárceles se saturan de presos: fácilmente el triple o el cuádruple de los que en ella caben.
Rehabilité al “Doctor Pastillas” un joven médico que había viajado a España a hacer una especialidad pero a quien, en una visita halló  su padre al señorito, en peteneras, con unas lindas madrileñas, razón de la sin razón por la cual inmediatamente se vino con él a Bogotá donde lo dejó, sin un centavo, en El Dorado. Cometió el joven alguna tontería y fue a parar con sus huesos a la cárcel donde frustrado se dedicó a tomar pastillas, de ahí su apodo. Me hice su amigo, me contó de los regalos de libros que hacen las editoriales españolas y lo puse a conseguirlos: a los pocos días teníamos cantidades de buenos libros para la biblioteca del penal y lo hice nombrar bibliotecario. Fue el primer paso para su rehabilitación; el segundo fue una noche en que enfermó de gravedad un preso; no había médico y el director ya estaba en su casa. Había desconcierto sobre lo que hacer. Alguien pidió mi consejo en esa emergencia y yo le dije: “Llévelo a consulta con el Doctor Pastillas”; el “Doctor Pastillas” se dedicó toda la noche a atenderlo y le salvó la vida; al día siguiente era un héroe, el médico del penal lo felicitó y tuvo permisos especiales y, lo más importante: era hombre totalmente rehabilitado.
Con el cine pasó algo parecido: había proyector, pero ni películas ni telón. Solicité a los distribuidores que nos mandaran las películas y a los pocos días estábamos recibiendo todas las que iban a estrenar en Bogotá, pero como no había telón y los televisores eran viejos y deteriorados, los esmeralderos allá detenidos contagiados de altruismo, generosamente resolvieron donar nuevos televisores y el telón.
Indignado por un comentario falso y despectivo de algún magistrado de Villavicencio, que conocí de boca de un visitante, resolví desmentirlo y logré algo casi imposible: había un preso a quien le habían declarado contraevidente el veredicto a quien su defensor le dijo: yo le hago la nueva defensa, pero me la tiene que pagar, porque yo ya lo defendí con éxito; y como el hombre no tenía dinero, había perdido dos oportunidades de una nueva audiencia; le ofrecí mis servicios gratuitos, obtuve su poder, autorización de mi juez para defenderlo y aceptación del juez de él como su apoderado y dos días de permiso: uno para estudiar el expediente y otro para defenderlo; le hice la defensa más sentida que he hecho en mi vida, porque como detenido sentía en carne propia lo que es la pérdida de libertad; obtuve su absolución y como era la segunda, el juez, por mandato de la ley, le dio la inmediata libertad, de modo que mi defendido salió de la sala de audiencias a la calle, mientras que yo, su libertador, volvía a la cárcel pues el permiso expiraba.
Poco después obtuve mi más preciado diploma: Se produjo mi preclusión y mis compañeros de cárcel me escribieron una bella carta felicitándome porque me llegaba el don preciado de la libertad; pero lamentando que se fuera su “ángel de la guarda”.
Volví a Villavicencio, pero los odios aún estaban vivos: me inventaron otro proceso y un detective me detuvo tan pronto regresé a mi oficina y fui a parar a un calabozo del DAS. El hecho fue de público conocimiento: las radiodifusoras transmitieron la noticia; la ciudad se conmovió, me llovieron mensajes de solidaridad y almuerzos, que yo cortésmente los devolvía diciéndoles que había declarado la huelga de hambre hasta que me resolvieran la situación pues a mi juez lo habían enviado en comisión de un mes a Arauca. Fui trasladado de urgencia a la cárcel del distrito Judicial, donde fui recibido por el director con estas palabras: “Doctor, usted aquí no es un preso sino un huésped de honor del establecimiento”. Me invitó a comer alguna fruta o tomar un jugo, pero al saber que yo estaba en huelga de hambre se preocupó mucho y dio orden al médico de hacerme frecuentes chequeos: fue la primera y única vez que al acostarme por la noche y al levantarme por la mañana del día siguiente, he tenido chequeos médicos. El director me invitó a recorrer con él la cárcel, donde fui cordialmente saludado por mis clientes y demás presos; en un momento se dio un golpe con la mano en la cabeza y me dijo: “Al fin resolví un problema que me tenía preocupado: el lugar de su alojamiento. Lo voy a alojar aquí, en compañía de los asesinos de los indios Cuibas”. Con cierta sonrisa le agradecí su deferencia por dejarme en tan buena compañía, a lo cual me dijo: “Esté tranquilo, estas son las mejores gentes de la cárcel, yo incluido; tienen excelente conducta, aquí no le pasará nada, ellos lo respetarán y lo harán respetar si fuere necesario, lo cual no creo ocurrirá a juzgar por la cordialidad con que lo han acogido sus defendidos y demás presos.
Vinieron las presentaciones y uno de ellos me dijo: “sabemos quién es usted y también que no tardará mucho aquí, (lo que resultó cierto porque el Director de la Cárcel, previo concepto favorable de su Consejo o Junta asesora, me puso en libertad a las setenta y dos horas, por no haberse legalizado mi detención por los jueces) por eso aprovechamos para pedirle nos defienda gratuitamente porque no tenemos defensor ni dinero para pagarlo, por eso llevamos cuatro años detenidos y sin esperanza alguna de salir”.
Les pedí un relato real, verídico del caso, tal como fue, sin modificaciones en lo mínimo. Empezaron su relato y yo empecé a visualizar el llano, sus paisajes, sus gentes, sus costumbres, su historia, su música, sus ganados, los indios, los truenos, los relámpagos, las tempestades y todo lo demás que leerás en este libro.
A esta altura del relato, debes estar pensando: Me has hablado de Villavicencio, del llano, de la cárcel, de unos asesinos que dizque son las mejores personas de la cárcel, y hasta de chubascos, truenos, relámpagos y tempestades, pero nada de “La Rubiera”.
            ¿Qué es “La Rubiera”?
Sin que las palabras esenciales sean completamente sinónimas, sino apenas apropiadas para darse cuenta del principal sujeto, podemos decir que “La Rubiera” es una finca raíz, una hacienda ganadera, una fundación, un hato de treinta o treinta y cinco mil hectáreas, ubicado en los llanos Orientales de Colombia, en los límites con Venezuela, cercano a los ríos Arauca y Capanaparo.
Su nombre se hizo conocido por el proceso penal del asesinato de los indios Cuibas, instruido por la muerte violenta de quince o dieciséis, quizás menos, quizás más, indios nómadas, analfabetos, de la familia Cuiba, probablemente brasileños, quizás venezolanos, tal vez, colombianos, provenientes de la región del Caciquiare, engañados con la oferta de darles alimento, “pisillo”, que es carne de venado con yuca y plátano sobre hojas de plátano, y asesinados a garrote, cuchillo y bala, mientras comían, por unos vaqueros colombianos “casi tan salvajes como los indios”; proceso en que discuto problemas de magia, teológicos, filosóficos, jurídicos, antropológicos e históricos sobre si matar indios es malo en ese ámbito; y sobre si es lícito o no, frente a los axiomas “La ignorancia, de la ley no sirve de excusa” y “La costumbre hace la ley”.
El desarrollo de las audiencias fue noticia del día, en los principales diarios de Colombia: El Tiempo, El Espectador, El Siglo, que varias veces le dieron primera página; y varias veces, también, apareció en periódicos y revistas del exterior, como The New York Times, que envió corresponsal especial a Villavicencio, a cubrir la última audiencia: y cosa similar, L´Europeo de Roma, que también lo envió y  publicó un reportaje de diez y seis páginas. Time, Herald de Miami, Excelsior de México, El Nacional de Caracas, El Mercurio de Santiago de Chile, El Comercio de Lima, Le Monde, Paris Match y Le Jour de Paris y Nuevo Diario de Madrid. Fue noticia también de Cromos, que entre las fotos destacadas de 1972 publicó la de Alberto Lleras montando en bicicleta, la de Fidel Castro, montando en camello y la mía, en los hombros de los procesados de La Rubiera cuando obtuve su absolución.
A un periodista ruso que, al conocer mi apodo de “El doctor Lenin” me hizo reportaje y tomó fotografías desde diversos ángulos, se le ocurrió aprovechar la ocasión de estar en Villavicencio para ir a Casa Verde a entrevistar a Tirofijo, eso le ocasionó la incautación de sus equipos y la expulsión del país; y a mí, meses después, ir a pasar diez días a la Escuela de Caballería en investigación, con amenazas como la de “abrirle la barriga a su mujer y echarle el feto a los perros” si no explicaba por qué aparecía yo en el mismo rollo fotográfico en que estaba Tirofijo y si no confesaba ser “el jefe encubierto del partido Comunista” y cuánto dinero recibía de Rusia. Quizás esa sea la causa de la admirable personalidad de Diego Nicolás, tu hermano. Y, algún tiempo después, cuando anuncié que publicaría esta defensa, fui secuestrado, con simple fin intimidatorio, como puedes leerlo en los diarios capitalinos El Espacio y El Bogotano del 3 de noviembre de 1975. Eso te explica por qué siempre fui reacio a publicar La Rubiera. 
   
Me pediste una reconstrucción de la audiencia de La Rubiera. En un principio me pareció cosa fácil: existen las actas de las audiencias de Villavicencio y de Ibagué, las casettes y las crónicas diarias de los periódicos, pero luego me percaté que la cosa no era tan fácil: es muy distinto pronunciar un discurso ante un auditorio, cualquiera, el que sea, en que la mímica y los cambios de voz influyen tanto; y otra leerlo en un libro, en una biblioteca, en la casa u otro lugar; pensé también que una simple transcripción lo asemeja mucho a un memorial; y que los memoriales son tan aburridos que ni los fiscales, ni los jueces, ni los magistrados, por regla general los leen, no obstante que es su obligación y que les pagan por ello… Opté entonces por hacer una tercera defensa, para el público, con todos los elementos de las dos anteriores pero sin olor a expediente, en pequeñas consideraciones que pueden leerse en cualquier orden. Al público no le interesa el folio de una declaración, sino qué me dijeron  los procesados aquella tarde en que  los conocí como las mejores gentes de la cárcel de Villavicencio.
El llano de esta defensa no es el de Villavicencio, ciudad de mis amores que cada vez que piso me fortalece el alma, ni el de Restrepo , ni el de Puerto López, ni el de Puerto Gaitán, ciudades ciertamente del llano donde filman las telenovelas, sino aquel en que no se divisa la Cordillera de Los Andes, aquel en que el horizonte no tiene límite, en donde el ganado no se arrea con motocicletas ni se ordeña con aparatos electromecánicos, sino que se arrea con potros salvajes, como también lo son las reses, y los vaqueros pudieran ser pares de El Cordobés, y las vacas no se ordeñan.
 Cuando me refiero a una persona del proceso en concreto le cambio el nombre.

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