Desde cuando el hombre
se arrogó las facultades de dictar leyes e imponer castigos a quienes las
violaran y de juzgar a sus semejantes, su proliferación ha sido constante: la
“Ley de Moisés”, las “Leyes de Manú”, “la de Hammurabi”, etc.
Y
surgieron también los filósofos del derecho para justificar las nuevas leyes y
las facultades de los legisladores y de los juzgadores. Se habló entonces del
“Pacto Social”, de “Los derechos del hombre”, de la “Carta de los derechos
humanos” y de los códigos y hasta de “leyes extravagantes”.
Surgieron luego los maestros:
“Los doctores de la Ley” así como también los “escribas y fariseos hipócritas”.
Y un buen día se habló
de las escuelas intérpretes de la ley penal: Surgió así la Escuela Clásica, con
el Maestro Carrara a la cabeza, que se ha comparado, por la armonía de sus
principios y su belleza, con las catedrales góticas de la edad media.
Ciertamente son anonadantes los diez tomos del Programa de Derecho Penal.
Pero como ninguna obra
humana es perfecta y el hombre permanentemente busca nuevos horizontes, años
después surgió otra escuela: la Criminal Positiva del Maestro Ferri y otros
cuantos juristas en que la orientación fue otra: no tanto en el aspecto
arquitectónico, por así decirlo, de los delitos y de las penas como en el
sociológico: por eso llegó a decirse que en ella el Derecho Penal apenas es un
capítulo de la Sociología Criminal.
En los tiempos que
corren, nuevas orientaciones ha tomado la ciencia penal: Ahora se habla mucho de
la Escuela Finalista de los maestros Hans Welzel y Reinhart Maurach y otros
cuantos juristas, principalmente alemanes. En ella encontramos revivido el
concepto de Desperado, del que ya me
ocupé, pero que como vocablo había desaparecido del léxico castellano y también
de otros debatidos temas, como son la imprudencia, la victimología etc. De ella
haré hincapié para analizar el tema siempre antiguo y siempre nuevo de la ignorancia invencible, columna de
esta defensa.
Hoy se define el delito
como una acción típica, antijurídica y culpable. Nuestro Código Penal dice:
“Para que la conducta sea punible se requiere que sea típica, antijurídica y
culpable…” Se dice típica para indicar que la acción u omisión encaja en una
descripción legal; se dice antijurídica para indicar que el comportamiento
contraviene el mandato legal, lesionando o poniendo en peligro, sin justa causa, un interés
jurídicamente tutelado; y se habla de culpabilidad para indicar que al sujeto
se le puede hacer un juicio de reproche por su comportamiento material y
psicológico, que lesionó el mentado bien jurídico.
Durante mucho tiempo se
sancionó al imputado con base en la sola existencia del elemento material. Para
sancionar era suficiente que se pudiera predicar una relación de causalidad
física entre el autor y el hecho. Fue en los tiempos de la Escuela Clásica. Luego,
cuando la Sociología Criminal era la ciencia general, de la que el Derecho
Penal era un capítulo, fue necesario adentrarse en los campos de la geografía,
de la historia, de la antropología, de la psicología etcétera, como lo hemos
hecho a lo largo de esta defensa.
Ahora, con los aportes
de Escuela Finalista, no basta estudiar la tipicidad, como se hizo en los
tiempos de la Escuela Clásica ni al hombre delincuente y al delito como
fenómeno con causas endógenas y exógenas, sino que es necesario estudiar la
finalidad del imputado, como base de la estructura del delito. Sucintamente
podemos decir que hoy en día hay que tener comprensión de los conceptos de
deber y de poder. Aquél se refiere a la antijuridicidad; este a la
culpabilidad. El deber define la antijuridicidad; el poder la culpabilidad. Para
hablar de culpabilidad, en un caso dado, previamente se tiene que constatar la
antijuridicidad y sobre la base de la existencia de ésta, se lanza al sujeto un
reproche, porque habiéndose podido sujetar a la norma, no lo hizo; o sea que la
culpabilidad se da cuando el realizador del daño, estaba en condición de no
haberlo hecho. En el ámbito de la antijuridicidad se le dice: “Debiste haber
obrado y no obraste”; o “No debiste obrar y obraste” y en el ámbito de la
culpabilidad se le dice: “Pudiste haber obrado y no obraste” o “No obraste y
pudiste haber obrado.”
La antijuridicidad y la
culpabilidad son las dos características del delito y ambas se deben dirigir a
la tipicidad. La antijuridicidad es la valoración del tipo objetivo, la
culpabilidad, la valoración del tipo subjetivo.
Y así el objeto está
sujeto a una doble valoración: la de las normas que determinan objetivamente el
comportamiento humano; y la de las normas que deciden que la acción puede ser
imputada a su autor. La acción de matar un hombre es antijurídica si contradice
las normas legales; pero para poder atribuir culpabilidad a su autor, hay que
tener en cuenta las circunstancias que tienen su fundamento en las relaciones
entre el autor y el hecho.
La acción humana es
ejercicio de actividad final; por eso es acontecer final, no causal. El
carácter final de la acción se basa en que el hombre puede prever, dentro de
ciertos límites, como ha quedado explicado, las consecuencias de su actividad,
conforme a su plan. El contenido de la voluntad, es esencial a la acción.
Dicho lo anterior,
analicemos el caso de La Rubiera paso
a paso: Unos llaneros dispararon sus revólveres y escopetas y murieron unos
indios. Lo primero es establecer si hubo relación de causalidad entre la acción
humana, disparar las armas, y el hecho resultado: los indios muertos.
Partamos
de la base de que si la hubo: La muerte de los indios se debió a los disparos
de los llaneros.
Pero, absolvamos una
serie de preguntas que nos surgen: ¿Esa acción esta prevista en la ley?
Aceptamos que si: En
tal caso hay tipicidad, o sea adecuación entre la ley y el hecho.
Demos un paso más:
¿Hubo alguna causal de
justificación del obrar?
Si la hubo, el actor
actuó en forma justa y hay que absolverlo.
Si no existe causal de
justificación, avanzamos en el tema de la culpabilidad, y entonces la pregunta
es:
¿Qué fue lo que el
autor quiso?
Se pregunta por el
contenido de la voluntad del sujeto, por aquello que él quiso: Por la
determinación del contenido del querer.
Y, en este caso, qué fue
lo que los llaneros quisieron.
Matar unos indios, que
para ellos es “como matar chigüiros o venados, con la diferencia de que los
venados no nos hacen daño y los indios si.”
Para los sindicados los
indios son tan animales como los chigüiros o como los venados, para ellos los
indios no son seres racionales. “Nosotros, los blancos, somos los racionales;
los indios son irracionales”, dijo en esta condena una zamba.
Desde el descubrimiento
de América: 1492, hasta 1537, en que el Papa Pablo III expresamente reconoció
que los indios son racionales, seres humanos, los conquistadores, salvo
excepciones, tuvieron a los indios por animales: y de 1537 a hoy, largo ha sido
el camino, larga la batalla, para que la totalidad de las gentes reconozcamos
esa verdad. Aún hoy en día, en los buses de servicio público de la culta
Bogotá, la capital de Colombia, de continuo oímos estas exclamaciones: “Aprenda
a manejar, indio bruto, indio animal.” “¿Cómo ponen animales como este indio a
manejar?”
Es, entonces, claro que
los sindicados no tenían la intención de matar seres humanos, “tan sólo unos
indios” luego, del juicio de reproche, resulta que los procesados no quisieron
matar seres humanos.
¿Y cómo podemos estar
seguros de que ello fue así?
Quinientos años de
historia americana, con testimonios de Bartolomé de las Casas, Antonio de
Montesinos, Bernal Díaz del Castillo, Alejandro Von Humboldt, Walter Feleight,
Julio Verne, José Eustacio Rivera, Rómulo Gallegos y los diarios y revistas que
hoy se editan, entre muchos, así lo prueban.
Las guajibiadas y las tojibiadas y las prácticas de los hacendados, los colones, los comerciantes,
el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea, el Servicio de Inteligencia y aún los
turistas son también testimonios vivientes de cómo a los indios se les trata
como animales, no como humanos.
Y en esas condiciones
cabe preguntar: ¿A estos vaqueros ignorantes, “casi tan salvajes como los
indios” que toda la vida han visto matar impunemente a los indios, por el sólo
hecho de serlo, se les puede, con justicia, exigir que tengan a los indios como
seres humanos, como sus semejantes?
Ciertamente dicen la
verdad cuando afirman: “No sabíamos que
matar indios fuera malo”.
Y no lo sabían por
física ignorancia: Los Gobiernos todos, de las repúblicas que tienen soberanía
sobre los territorios de la Amazonía y la Orinoquía, no se han preocupado por
instruir a quienes allá habitan ni por lo que allá sucede. ¿Queréis una prueba
histórica irrefutable? Cuando Latinoamérica se independizó de España y Portugal
se adoptó para terminar sus límites el principio del Uti possidetis juris y conforme a él los límites del sur de
Colombia iban mucho más al sur del río Amazonas y al oriente más allá de la
desembocadura del río Caquetá. ¿Hoy qué tenemos? Un pequeño trapecio en el
costado norte del Amazonas, al que sólo se puede ir, por territorio colombiano
en avión, porque hemos sido manilargos,
maniflojos con nuestros territorios
en favor de nuestros vecinos. ¿Y por qué? Porque no nos han interesado esos
enormes territorios.
Por
eso tenemos que afirmar que los procesados obraron como obraron por ignorancia.
Y si a eso agregamos
que en esas regiones son prácticamente desconocidos los obispos, los
presbíteros, los pastores, los ministros los rabinos, aún los simples
predicadores; que los maestros de las pocas escuelas son los peor remunerados
del país y que el gobierno nacional sólo dedica, por año y por curso una caja y
media de tiza, no podemos menos que concluir que la ignorancia de estas gentes
es absolutamente invencible.
Y de la ignorancia
invencible, ¿Qué podemos decir?
Pío IX, el último Papa
que fue Rey, que administró a Roma con mano de hierro, que impuso la pena de
muerte a los rebeldes y promulgó el Sylabo, hoy en vía de canonización, dijo: “Por
la fe debemos sostener que por fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie
puede salvarse, que esta es la única arca de salvación; que quien en ella no
hubiese entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por
cierto que a quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquella es
invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna.” (Alocución singulari quendam, del 9 de
diciembre de 1854)
Y Juan XXIII, también
en vía de canonización:
“Reconocemos ahora que muchos, muchos siglos
de ceguera han tapado nuestros ojos de manera que ya no vemos la hermosura de tu
pueblo elegido, ni reconocemos en su rostro los rasgos de nuestro hermano
mayor. Reconocemos que llevamos sobre nuestra frente la marca de Caín, durante
siglos Abel ha estado abatido en sangre y lágrimas porque nosotros habíamos
olvidado tu amor. Perdónanos la maldición que injustamente pronunciamos contra
el nombre de los judíos. Perdónanos en su carne, te crucificamos por segunda
vez. Pero no sabíamos lo que hacíamos.” (Oración de arrepentimiento redactada
el 3 de junio de 1963).
Luego por dos mil años,
partiendo del momento de la redención en la cruz, con Jesús, el Cristo,
como primero, la Iglesia Católica ha
pedido el perdón basada en la ignorancia invencible: “Perdónalos porque no
saben lo que hacen.”
Y estos vaqueros que
estamos juzgando “no sabían que matar
indios fuera malo”, como lo acreditan, cuando menos, quinientos años de historia.
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