Todos los pueblos han
tenido un Derecho positivo que corresponde a la voluntad preponderante en
ellos. Los modos de manifestación de esa voluntad son las fuentes del Derecho
que hoy, prácticamente, se reducen a dos: la costumbre y la ley.
La costumbre es el acto
originario de manifestación de la voluntad social. En las formas más rudas,
toscas y primitivas de convivencia humana, encontramos ciertas reglas,
observadas de hecho, casi por instinto. Estas reglas se revelan por la
repetición larga, continuada, constante, de ciertos actos, que pueda ser
interpretada como la expresión de un convencimiento o presunción constante. En
la época primitiva en que el individuo está dominado por el ambiente histórico,
no se concibe la posibilidad de separarse de las prácticas tradicionales de los
mayores: lo que siempre se ha hecho se identifica en su mente con la idea de lo
que es, de lo que debe hacerse.
Por eso el derecho
positivo fue originalmente consuetudinario. La costumbre tiene sus raíces en
las conciencias individuales que originan prácticas que por su repetición larga
y constante, no se concibe la posibilidad de separase de las prácticas de sus
antecesores: lo que siempre se ha hecho, se identifica con lo que es, con lo
que debe hacerse.
La
otra fuente del derecho positivo es la Ley, que tiene muchas definiciones y
calificaciones pero que, para esta exposición podemos entender como el mandato
emanado.
Nuestra Ley positiva,
el artículo 8 del Código Civil, establece que: “La costumbre en ningún caso
tiene fuerza contra la ley. No podrá alegarse el desuso para su inobservancia,
ni práctica, por inveterada y general que sea.” Pero la costumbre establece lo
contrario: es la costumbre la que prevalece sobre la ley. Veámoslo:
La Constitución
Política de la República, en su artículo 29, es perentoria: “Nadie podrá ser juzgado
sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o
tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias de
cada juicio.” Todos los códigos de procedimientos establecen términos
procesales y el artículo 4 de la estatutaria de la administración de Justicia
es diáfana: “Celeridad. La administración de Justicia debe ser pronta y
cumplida. Los términos procesales serán perentorios y de estricto cumplimiento
por parte de los funcionarios. Su violación constituye causal de mala conducta,
sin perjuicio de las sanciones penales a que haya lugar.” Y yo pregunto: ¿Habrá
un fiscal, un juez o un magistrado que en la república de Colombia cumpla los
términos procedimentales? Por eso juicios que, conforme a los códigos de procedimientos
se deben terminar en dos o tres años duran quince o veinte años.
Establecido lo
anterior, con la ayuda de la historia examinemos la costumbre con relación a
los indios: Don Cristóbal Colón, el “Descubridor” de América, tan pronto vio a
los indios, pensó en venderlos como esclavos. Así lo propuso, en carta de
febrero de 1494, a don Fernando y a doña Isabel, los Reyes Católicos, quienes
rechazaron la propuesta no obstante lo cual, en febrero de 1495 envió 550 a
Sevilla para ser vendidos como esclavos y el comercio prosperó en tal forma,
que en 1500 la reina Isabel tuvo que ordenar la confiscación de los que
llegaran a España y su devolución al Nuevo Mundo.
En 1511, Fray Antonio
de Montesinos pronunció un célebre sermón que, entre otras cosas dijo: “Soy la
voz de Cristo en el desierto de esta isla. Esta voz dice que todos estáis en
pecado mortal, y en el vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con
estas inocentes gentes, decidme ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en
tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?... ¿Estos no son hombres? ¿No
tienen almas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos?
¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís…? Tened por cierto que en el estado en que
estáis no os podéis salvar…”
Veamos también como el
eminentísimo Teólogo, el eminentísimo Filósofo, el eminentísimo Jurista, Fray
Francisco de Vittoria, el creador del Derecho Internacional Público, llamó a
los indios en la Relación Primera, proposición quinta: “imbéciles y necios.” En
la primera, además, habla de la “ignorancia invencible”, ahora tesis de esta
defensa, y como en la Séptima dice que a los indios se les puede tratar como a
“pérfidos enemigos” y, por consiguiente, cargar sobre ellos el peso de la
guerra, por lo cual autoriza despojarlos de sus bienes y reducirlos a
cautiverio.
El insigne conocedor
del Orinoco, el Padre José Gumilla, consignó en su memorable libro, “El Orinoco
Ilustrado” que los indios eran parecidos a las bestias.
En la época de la
República, se les ha esclavizado y pagado su pesado trabajo con látigo,
alcohol, chicha y guarapo y se les ha dado muerte por demás cruel, amarrándolos
con trapos empapados en petróleo al que luego se prende fuego, sólo para
divertirse viéndolos sufrir.
Y en un informe del
Instituto Colombiano de Antropología, sobre las características de los indios Cuibas,
firmado en Bogotá el 21 de mayo de 1968, por su subdirector, Francisco Márquéz Yunez,
estas palabras: “El término racional se aplica únicamente allá al colono
mientras el indio es tenido como bestia, de mentalidad torpe, como una plaga
digna de exterminio.”
Y concluyamos con la
conocida tira cómica “El oso yogui”, en que el oso, indignado, resuelve
devolver el televisor que compró porque está cansado de ver en él cómo los
vaqueros siempre matan a los indios. (“La República”, 20 de agosto de 1974)
Y ahora pregunto: ¿Con
estos antecedentes doctrinales e históricos, será raro que los sindicados hayan
como explicación de su conducta: “Nosotros
no sabíamos que matar indios fuera malo.”? Si el fundador del Derecho
Internacional Público autorizó tratar a los indios como “pérfidos enemigos” y
el “descubridor” de América traficó con ellos como esclavos inclusive con la
prohibición de la reina Isabel, ¿será de extrañar que aún subsistan las guajibiadas y las tojibiadas? Más de quinientos años de historia explican esta
costumbre.
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