Páginas

sábado, 11 de agosto de 2012

Capítulo 57. El discurso final


A lo largo de esta defensa he procurado facilitar el acceso a los problemas de la sociedad llanera; de manera especial al del enfrentamiento de diversas culturas a lo largo de la historia: la de los indígenas, la de los conquistadores, la de los independientes, la de los comerciantes en diversos periodos, la de los desperados etc. Por eso esta disertación se inserta en el campo de la historia, se desarrolla conforme a su trayectoria; y confronta el pasado con el presente para que se iluminen recíprocamente; por eso solo he dicho lo que es perfectamente cognoscible con plena conciencia para concluir que el actual presente es el resultado del pasado que hemos tenido; así la interpretación del uno por el otro nos dan el acceso al problema que pretendemos juzgar. Al constatar los rasgos del proceso histórico, nos explicamos el presente y vemos la vinculación entre el proceso mismo del destino y el querer humano que brota de ese destino, para llevar a cabo su cumplimiento.
Hoy en día no nos preguntamos solamente por lo que ha ocurrido y cómo ha ocurrido; sino también en el momento histórico de la ocurrencia: dónde nos hallamos en la corriente de la historia. Para esclarecer sus fuerzas impulsoras, contemplar su curso, ver la formación de sus estructuras y el proceso de su dinamismo; sólo así podemos comprender en algo nuestro destino. “El pasado es el espejo del presente y el presente el fruto del pasado”. Dijo insigne filósofo.
Hemos visto la vida en el llano en sus dos aspectos: el paradisíaco, con sus paisajes cargados de verde, azul y rojo, y bandadas de garzas, corocoras y otras aves con pinceladas que parecen obras de Dalí: sus pastisales, desérticos unos, con grandes hatos otros, y sus inmensos ríos; su flora abundante, su fauna rica, las dos proveedoras incansables de alimentos al alcance de la mano; frutas que tienen, en las iniciales de sus nombres, todas las letras del alfabeto, desde la A de los aguacates, hasta la Z de los zapotes; animales de todos los géneros: vertebrados e invertebrados, aves incontables, al igual que los peces, manada de venados, chigüiros y, principalmente bovinos.
Hemos recordado su sol reverberante, sus vientos huracanados, sus truenos y relámpagos que, en la soledad ambiental, nos ponen de presente que solo somos briznas de paja en las manos de Dios.
Hemos degustado su cocina sencilla y deliciosa, que plasmamos en el diálogo de un joven llanero que acababa de regresar de París, donde estuvo largos años cursando sus estudios secundarios y de universidad, con su padre, también llanero y, además, turista empedernido: ¿Dime, papá, en que otro lugar del mundo, inclusive los restaurantes más famosos, fuera del llano te ofrecen un menú para el desayuno con platos como ternera a la llanera o en su reemplazo, aves que van desde gallina criolla del corral, pisco (pavo) o codornices, hasta patos de remotos países que atraviesan el cielo llanero en su peregrinaje de extremo a extremo del continente, o peces de los nombres más diversos?
Hemos disfrutado sus “camas en el aire”, como llamó Cristóbal Colón a la hamaca, al llegar a América, que a la vez nos han permitido gozar de la hospitalidad llanera, que siempre tiene donde guindarlas, porque el visitante nunca falta y, cuando es extraño, más de una vez, se hace llanero por adopción y también de sus instrumentos musicales: el arpa, el instrumento de los ángeles, el cuatro, la maraca de capachos y su música, diferente a la de las demás regiones del país y en todas apreciadas: “Alma Llanera”, “Hay sí sí yo no soy de por aquí”, “Guayabo negro”, “Carmentea”….
Hemos visto también el lado opuesto: “el infierno verde”, el mundo de los insectos pequeñísimos, pequeños, grandes y gigantes, que se calculan en millones; el de los reptiles que los hay de pocos centímetros, como los que se conocen en el interior, hasta de treinta, cuarenta o cincuenta metros, que vencen y engullen, en singular combate, fácilmente una res; el de las arañas y tarántulas, el de las babillas, caimanes y cocodrilos, el de los temblones, pallaras y pirañas y, sobretodo el del ser humano, el del delincuente que sabiéndose “malo” y con remordimientos de conciencia, busca en la soledad la tranquilidad pérdida y se hace peor; el horror de los nativos y de las gentes “buenas” que sólo o asociado con quienes buscan la riqueza rápida a como haya lugar, truecan el paraíso en infierno.
Y lo más importante: Hemos estudiado al ser humano, sus bellas y altivas mujeres, las diosas de la llanura, de alma recia, sin abolengos, pero que se saben “hermanas de la espuma, de las garzas, de las rosas, y del sol”, “fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero con la sombría sensualidad de la India”, al decir magistral de Rómulo Gallegos, quienes, reinas, y amas de casa, cuando les toca faena “dominan un toro bravío, montan una bestia cualquiera, sujetan una soga firme, teniendo manos de seda”, como dice Melecio Montaña Medina, para quienes solo existe su llano sin par; mujeres únicas con algo o mucho de Doña Bárbara, Marisela, Carmentea o Rosa Isabel.
Y sus hombres; como estos que están sentados en el banquillo de los acusados: personas sencillas, ignorantes de letras humanas, porque los gobiernos todos de Colombia y Venezuela, Ecuador, Perú y Brasil, los han tenido abandonados, pero que en permanente armonía con Dios, única opción del llano, nunca mienten: siempre hay conformidad entre lo que piensan, creen, saben y hacen con la realidad. Y nada temen. ¿Quereislo ver?
No olvidéis que los llaneros, estos hombres que sólo se sienten en su tierra cuando no se divisa la gran cordillera de los Andes y que viven semidesnudos, no temieron ascender así a ella, por el páramo de Pisba, morir gran número en ese ascenso ateridos de frío para, unos pocos, al mando del Coronel Rondón, que sólo era un guerrillero llanero con lanza improvisada atender con éste la súplica de Bolívar: “Coronel, salve usted la Patria” y venciendo al Virrey Sámano, Capitán General de ejército español, dar la libertad a Colombia “de Boyacá en los campos”, como dice el Himno Nacional que también los llama “Centauros Indomables”.
Tenemos la misión de juzgar a los biznietos de nuestros libertadores, que son como eran ellos, ni más ni menos.
Todo esto nos permite concluir que  “la llanura es bella y terrible a la vez: en ella caben holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie le teme, El llano asusta, pero el miedo del llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros”.
            Estudiamos la historia y la literatura del llano desde la conquista hispano–germana llena de crueldades, como toda guerra de conquistas y quizás más, porque los conquistadores venían de Europa, continente entonces anegado en terrenos de sangre y, particularmente de España, en donde entonces se imponía la “Santa Inquisición” de tan horribles recuerdos para la humanidad por sus torturas y suplicios, crueldad de que dieron muestra los conquistadores no solo con los conquistados, como en los casos de Moctezuma y Atahualpa, sino con ellos mismos, en los casos de Cristóbal Colón, el Descubridor de América, Balboa el del Mar del sur u Océano Pacífico, Francisco Pizarro, el Conquistador del Perú y de su hermano Gonzalo, el de Diego de Almagro y su hijo, el de Blasco Núñez Vela,  primer Virrey del Perú y el de Pedro de Ursúa, con la participación decisiva de Lope de Aguirre de quien quizás desciende alguno de los procesados.
Obviamente fueron los indios las mayores víctimas.
En la colonia, salvo enfrentamientos con los Caribes y los Pijaos y particularmente con La Gaitana, se impuso la esclavitud del indio autóctono y de los negros, comprados como tales a los mercaderes portugueses.
En la independencia hubo crueldad de parte y parte: Bolívar decretó la guerra a muerte y entonces los patriotas jugaron fútbol con las cabezas de los españoles caídos en combate, pero Boves y el pacificador Morillo emplearon saña igual. También, desde luego, los indios fueron carne de cañón en esta, que no era guerra por su independencia ni la de los negros sino de los españoles nacidos en América contra los españoles nacidos en España, primordialmente por la burocracia.
Y llegó la república, donde se ha demostrado que los híbridos: los mestizos, los mulatos y los zambos, son más crueles que sus progenitores. Jorge Icaza, en su inmortal “Huasipungo” nos cuenta como don Alfonso Pereira, el gran señor, el caballero de alta sociedad, el latifundista legado de la conquista y de la colonia española, con parte del dinero que anticiparon unos gringos, en un negocio de compraventa de maderas, pudo comprar unos bosques y con los bosques centenares de indios de esas tierras porque “toda propiedad rural se compra o vende con sus peones”, indios que “se aferran con amor ciego y morboso a ese pedazo de tierra que se les presta por el trabajo que dan a la hacienda” y que “en medio de su ignorancia creen de su propiedad…” “marcado el pecho con el hierro rojo, como a las reses de la hacienda para que no se pierdan” construyó una carretera por tierras selváticas y pantanosas de veinte kilómetros de largo, que no había podido construir el Gobierno por lo abrupto del terreno y el costo de la mano de obra, pero él sí pudo hacerlo y rápido: le bastaron “sus indios”, unos capataces que conocían el arte “de domar a látigo, a garrote y a bala la sinvergüencería de los indios” y barriles de chicha, guarapo y aguardiente que servían a la vez de comida y aliciente.
Así derrumbó selvas y desecó pantanos: a punta de cadáveres de indios que, en el mejor de los casos, quedaban atrapados por los fangales; porque cuando perdían algún miembro, a más del “acial que es tata y mama para las enfermedades de los indios” su tratamiento médico consistía en cubrir sus heridas con telas de araña, estiércol, trapos y bebidas a base de orina y yerbas amargas. Esas muertes poco importaban porque los indios salieron comprados a muy bajo precio.
Se me dirá que eso ocurrió no en Colombia sino en Ecuador y hace tiempo, cierto, pero doy testimonio que poco antes de este caso de La Rubiera, un colono colombiano de la Orinoquía, emprendedor y verraco, construyó una carretera de veinte kilómetros de larga, que no había podido construir el gobierno. El construyó un aeropuerto para aviones de carga, que tampoco había podido construir el gobierno por la topografía del terreno y la carencia de vías: a lomo de indio, tumbó árboles centenarios, sacó raíces, desecó pantanos y niveló y afianzó el terreno. Le fue necesario sacar tablas de árboles, con ellas hacer gigantescos moldes, transportar, también a lomo de indio, por kilómetros y kilómetros de selva bultos de cemento y con este y cuanta cosa pesada pudo incorporarle, hacer grandes “aplanadoras” con un árbol por eje y muchos, pero muchos indios como motor. El alimento de la indiada y su aliciente, fue el mismo: guarapo, chicha y aguardiente, látigo, garrote, machete y bala. Pero el aeropuerto  se hizo y yo aterricé y decolé alguna vez de él, ya mejorado por el gobierno, pero construido por el colono con el sudor, la sangre y la muerte de muchos indios.
En la conquista se dominó al indio a sangre y fuego y se le arrebató el oro, que tenía valor económico para el europeo, pero solo decorativo para el indio; en la colonia, ya el indio no tenía oro que quitarle, entonces se le quitó la libertad, se hizo de él un esclavo, pero como resultó un esclavo débil, hubo que acompañarlo con esclavos negros, comprados en el África. Vino la independencia, que resultó ser no de los indios ni de los negros, sino de los blancos, hijos de los conquistadores, los criollos, que se independizaron de los blancos que venían de España, que se creían superiores solo por haber nacido en España, pero los indios y los negros siguieron siendo los esclavos de los blancos; así hemos visto al indio, esclavo del blanco, en Huasipungo, y hemos agregado que años después de ese relato, la situación del indio en Colombia es similar.
Veámoslo en otros campos: con el transcurso del tiempo, la industria y el comercio han requerido los frutos de América tropical: primero fue la quina y encontramos, en un informe del general Rafael Reyes, luego Presidente de Colombia, fechado en 1875, estas palabras: “En el año 1874, exploré  el Putumayo en compañía de mis hermanos Enrique y Néstor….abolimos el tráfico de esclavos que se efectuaba con los indios…”
Poco después los requerimientos fueron de caucho y hallamos un informe para la Cámara de los Comunes de Inglaterra en que el testigo Sir Roger Casement citó las palabras de un doctor Posada, jurista peruano, en que aseguraba que “los asesinatos en el Putumayo no constituían un crimen. Es esa la máxima que rige en aquella despreciada región.”
De una declaración de Benjamín Saldana Rocaem en el mismo informe, tomo: “los acuso de haber cometido crímenes de asesinato, incendio, estafa y robo agravados por la práctica de las más crueles torturas y martirios cometidos con agua, fuego y azote… apartó veinticinco indios so pretexto de que eran demasiado perezosos en el trabajo…” y dieron la orden de que cada uno fuera torturado y muerto.
Desde el descubrimiento de América, hace quinientos años hasta hoy, se ha sostenido, al menos en buena parte de la sociedad colombiana, que los indios no tienen alma, que son irracionales o bestias. “indio bestia, indio animal” son expresiones corrientes en los buses bogotanos. Absurdo sí, soy el primero en reconocerlo y proclamarlo, pero una realidad que no logró erradicar totalmente, en un pueblo totalmente católico, ni la bula Sublimis Deus del Papa Juan III, promulgada en 1537, un año después de fundada Bogotá.
            La vida en el llano siempre ha sido violenta: fueron violentos los españoles que los conquistaron para arrebatarles el oro y las esmeraldas y para someterlos a la esclavitud, fueron violentos los independentistas, que los utilizaron como “carne de cañón” en su carrera de independencia contra los españoles, que no fue de los indios ni de los negros sino de los criollos contra los españoles nacidos en España, por la burocracia; fueron violentos los comerciantes de la quina, el caucho las plumas exóticas, la sarrapia y las mercancías de desecho, compradas en Bogotá por lo que querían dar por ellas y que, transportadas al llano y la selva, vendían al fiado, a precio superior al del oro, que lo hacían irredimible y las deudas hereditarias, salvo, claro está a las mercancías que compraban de contado: con un balazo en la frente. Y ahora los narcotraficantes de la marihuana y la coca, que en los enfrentamientos de las fuerzas armadas del gobierno con ellos, resultan blanco de los uno y de los otros. Hoy utilizan sus pies, en grandes vasijas, para machacar la coca, mezclada con agua y ácido sulfúrico, para convertirla en pasta de coca. Todas esas gentes, desde la conquista hasta el presente, han sido violentas con cuantas personas han tenido la desdicha de cruzarse en su camino, particularmente con los “irracionales” con “los que no tienen alma”, con los indios.                                                                                
Esto ha generado, mejor, revivido los conceptos de que “la costumbre hace  ley” y que “matar indios no es malo”.  
También ha producido ese tipo humano marcado por la naturaleza y desarrollado a través de especiales circunstancias vitales, llamado por la criminología, concretamente por Hans Von Hetig, desperado, criminal temerario y sin escrúpulos, fruto de la des-civilización humana y consecuencia de la adaptación progresiva a una naturaleza hostil, primitiva, y una sociedad que exige al hombre se acomode a su primitividad, cuidando de su vida y energías, que vive en destierro, en regiones ciertamente ricas en paisajes, sonidos y alimentos variados y al alcance de la mano pero también de peligros graves e inminentes, entre los cuales los mayores son sus pares; y lo peor, regiones de difícil acceso, escasamente pobladas, de nativos y otros hombres que, en ocasiones son colonos y en otras, criminales que huyen de las autoridades o desplazados por la violencia de otros hombres. Todos tienen en común, eso sí, su carencia y su falta de temeridad ante el peligro.
Esos hombres, por lo general analfabetas y con deformidades que les ha dado la vida, habitantes de la “tierra de nadie”, son los desperados y quienes involuntariamente han propagado la ley del más fuerte, que es la de la supervivencia del mas apto.
La falta de presencia del Estado, que ni aún ahora, en los tiempos de la radio, la televisión  e internet, se siente, porque no llegan éstos o, apenas en algunos lugares algo la radio mientras haya baterías y sobre todo, porque los gobernantes, los alcaldes, los jueces, los personeros, los maestros y los letrados en general están a cientos de kilómetros de distancia, tanto en Colombia como en Venezuela, y siempre ha sido así, desde quinientos años ha, cuando se produjo la conquista de América, solo puede imponerse la ley del más fuerte, la ley del más apto para sobrevivir en ese medio que, por lo general, es el desperado: el criminal que huye de la sociedad civilizada y de su propia conciencia, el atormentado por que la vida lo ha hecho deforme, el temerario que vive en permanente estado de defensa y de revancha.
Por eso han surgido seres como el fundador de Puerto Barrigón, del que habla Silvia Aponte, escritora araucana, de menor edad que este defensor: “…le gustaba más matar indios que acostarse con la mujer… y le entró la idea de secá cueros de Guajibos salaos y al sol como si fueran cueros de ganao; si señó, ese fulano cuanto guajibo quebraba, lo despellejaba y salaba el cuero y cuando estaba seco todo los iba arrumando en una pieza… “
Matar indios, Guajibos, Cuibas, sálivas en esta región del Casiquiare, “esta arteria fluvial que une el Orinoco con el Amazonas, es una costumbre que tiene quinientos años.
¿Dudará alguien que una costumbre cinco veces centenaria no haya hecho ley? En la Orinoquía y en la Amazonía son centenares, por decir algo, los que de buena fe “no saben que matar indios sea malo”, así piensan, lo hemos visto, en Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Brasil.
Si la costumbre hace ley y la ley es la del más fuerte, y el más fuerte es el desperado. ¿Será raro que el homicidio sea usual y que matar seres irracionales, como se piensa que los indios son, será malo?
Además, lo hemos visto, aún desde un punto de vista tan ortodoxo como la Suma Teológica: en este caso los procesados ni siquiera han pecado, y no lo han hecho porque no han querido el mal. Como dice el ilustre y antiguo teólogo Fray Manuel de Jaén:
“El sentir no es consentir
ni el pensar mal es querer
consentimiento ha de haber
junto con el advertir.
Mal puedo yo consentir
la tentación que no advierto
y aunque soñando o despierto
esté, si no quiero el mal
que no hay pecado mortal
puedo estar seguro y cierto”.

Puedo, por tanto, concluir esta intervención diciendo:
Culpables somos quienes hemos olvidado el precepto: “Amar al prójimo como a nosotros mismos”.
Culpables somos quienes hemos permitido que los gobiernos, todos, hayan olvidado que en la Orinoquía y en la Amazonía, viven seres humanos que tienen los mismos derechos y obligaciones que consagran las constituciones políticas para todos los habitantes de la patria.
Culpables somos quienes hemos aceptado que los obispos, los presbíteros, los pastores, los ministros, los rabinos etc., etc., olviden que en el llano y la selva también hay hijos de Dios. Hijos de Dios que, como se ha visto en este proceso, solo han visto ocasionalmente la imagen de Cristo crucificado en medio de otras dos personas, pero sin saber el porqué, el cuándo, el donde, y el cómo.
Culpables son los gobiernos que han mantenido en la ignorancia a los habitantes de la inmensa llanura y de la selva.
Culpables son los gobiernos que “no se dan cuenta” que sus agentes, permanentes o transitorios, como el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea, la Policía y el Servicio de Inteligencia, matan imprudentemente, por deporte, por diversión o por cortesía con los visitantes a los indios como si fueran “ pérfidos enemigos” o bestias.
Inocentes son quienes nacieron y  se criaron en un vasto territorio, más grande que la Europa entera, en un territorio en donde hace más de quinientos años se cree que “matar indios no es malo”.
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio sin conocer, por negligencia de los Estados dueños de esos territorios, ni la ley de Dios ni el alfabeto.
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio viendo que las autoridades son las primeras en matar, sin fórmula de juicio, a los indios.
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio viendo que terratenientes, hacendados, ganaderos, comerciantes y colonos matan a los indios Cuibas, Guajibos, Sálivas, Tukanos, Barsaras etc., etc., por placer, por deporte, o porque se administran justicia por ellos mismos. 
Inocentes son quienes nacieron y crecieron en ese vasto territorio viendo amaestrar perros para detectar indios para usarlos en las guajibiadas y en las tojibiadas. Y no olviden lo que esto significa: cacería de indios, turismo sexual, sádico y homicida.

Señores jueces:

Ante vosotros elevo el corazón a Dios y le pido, con el salmista: “Oye lo justo, atiende a mi grito suplicante, presta oído a mi plegaria, no proveniente de labios dolosos.”

Muchas gracias. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario