Poco más, o menos, por los días en que ocurrió la matanza de los
indios Cuibas, alguna persona que tenía problemas con la Justicia,
consideró conveniente buscar su defensor
fuera de Villavicencio; y encontró en Bogotá uno con alma de Quijote.
El abogado viajó para atender a su nuevo cliente, y se enamoró del llano
y, como pasa a toda persona que se vincula a esa región, resolvió quedarse
allá.
Organizó su despacho o bufet y halló tal cantidad de dislates en la
administración de Justicia, que consideró un deber, ante su propia conciencia y
ante la ciudadanía que lo acogió en su seno, “desfacer agravios y enderezar
entuertos”, y, como era apenas lógico, aunque nunca cometió delito, por los
días en que los homicidas de los Cuibas cumplían un cuatrienio de estar
detenidos, dio con sus huesos en la cárcel.
La detención del abogado, que por sus quijotadas o locuras se había
vuelto personaje popular, causó revuelo: las gentes y las radiodifusoras
comentaron ampliamente el hecho y ello causo ansiedad en los presos: no todos
los días ocurren estos casos, y cuando acontecen, por lo general los
profesionales no son accesibles.
Y como este inspiraba confianza, muchos presos le contaron sus casos y
le pidieron consejo; y los asesinos de los Cuibas, en cuya pieza fue recluido,
con la naturalidad propia de gentes sencillas, le dijeron:
“Doctor: Sabemos que usted es un abogado que ha librado importantes
batallas; que está preso no porque haya cometido algún delito, sino por el odio
que le tienen algunos Magistrados; confiamos en que saldrá muy pronto de la cárcel y, como sabemos de su
sensibilidad social, le pedimos que a su salida defienda gratuitamente a estos
sus nuevos amigos, porque, por no tener dinero, hace cuatro años que carecemos
del defensor”.
El abogado se conmovió, les pidió un relato amplio del caso y, cuando
a las setenta y dos horas de huelga de hambre del abogado, el director de la cárcel,
lo puso en liberad de oficio, por no haber sido legalizada su detención, llevó
en sus manos los poderes correspondientes.
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