Páginas

viernes, 6 de julio de 2012

Capítulo 22. La cocina llanera



Una noche, en que por razón de negocios, fui a comer con uno de mis clientes llaneros, a uno de los elegantes restaurantes de Bogotá, mientras leíamos la carta, abundante en carnes, aves, pescados, mariscos, pastas, postres etc, que les es característica, vino a la memoria de mi amigo, hombre culto y de mundo que, concluidos sus estudios profesionales en Colombia los perfeccionó en USA y en Europa, una anécdota que le ocurrió con uno de sus hijos:
Hallándose mi amigo, dueño de una fundación de unas diez mil hectáreas y de otras tantas cabezas de ganado en pleno corazón de Casanare, en vía de descanso con su hijo, que acababa de regresar a Colombia luego de doctorarse en la Sorbona, en su rancho de paja “degustando los exquisitos vinos franceses que trajo el joven doctor”, cuando se les acercó la mujer del encargado preguntándoles que apetecían para el desayuno.
Sabedora  de que las costillas de mamona son más sabrosas recalentadas, les he guardado a los señores –dijo la mujer- las que sobraron de ayer.
-          ¿O prefieren, acaso, un trozo de lapa que madrugó a cazar mi marido?
Pensando en las exquisiteces de las costillas de mamona, y de la lapa, guardamos silencio y, entonces, la mujer continuó:         
-          También hay disponible un cachicamo y unas lonjas de chigüiro.
Degustamos el trago de vino y, mientras valorábamos mentalmente el sabor de las viandas ofrecidas, continuamos callados.
La mujer, inquieta por nuestro silencio, y pensando que preferiríamos los peces, nos ofreció cachama, palometa, valentón y amarillo.
Una leve y enigmática sonrisa percibió en nuestros labios y entonces, suponiendo que nuestra preferencia era quizás por las aves, nos ofreció perdices, patos, pisco y pollo.
Saboreando el vino, mi hijo concluyó con las tribulaciones de la mujer, diciéndole:
-          No, Rosalía, tráenos simplemente unos huevos de tortuga, unas sobras de venado y unos trozos de yuca frita.
            Y cuando los comíamos con deleite, continuó mi contertulio, mi hijo me preguntó:
-          Padre, en algún restaurante de París has leído un menú como el que nos ha ofrecido Rosalía?
Y, mientras mi cliente y yo saboreábamos un Chateaubriand uno y unas truchas al estragón el otro, le comenté a mi amigo:
Un menú así, ciertamente, no se consigue en París, ni en Berna, ni en Pekín ni en Shanghai, ni en ningún otro lugar del mundo, porque el único trozo del paraíso terrenal que sobrevive en el siglo XX es el llano; por eso creo que Rosalía estaba despistada: lo que ha debido ofreceros a ti y a tu hijo, no era carne, ni roja ni blanca, ni de mamíferos, ni de ofidios, ni de saurios, ni de aves, ni de peces, sino frutas, simplemente frutas…
Y el llanero, que las coge en el aire, me respondió: “En verdad los llaneros somos poco aficionados a la agricultura, pero ello no quiere decir que no tengamos desde aguacates y bananos, hasta piñas, sandías y zapotes, pasando antes por las ciruelas, las guamas, las guayabas, los limones, los mangos, las maracuyás, los melones, las naranjas… y muchas otras hasta agotar el alfabeto.
Presumo, lo interrumpí, que con el guayabo que debíais tener tú y tu hijo, el desayuno debió concluir con una totumada de agua de panela con limón.
Lo mejor para el guayabo mi querido Jaime, me replicó, es el guarapo; pero como tomábamos vinos de Francia, no quisimos cometer un sacrilegio.



No hay comentarios:

Publicar un comentario