El espíritu humano
asocia unos hechos a otros y a algunas emociones: así, cuando decimos las
pirámides, pensamos en Egipto, aunque las hay en todas partes y quizás las de
nuestra América sean superiores; los Mayas quizás fueron los maestros de los
maestros de los egipcios; cuando decimos: La Santa Cruz, pensamos en la de
Cristo, y no en la de Tao, ni en la de San Andrés, ni en la de Malta ni en
tantas otras; cuando decimos violines pensamos no en Cremona, ni en Stradivarius,
ni en Guarnerius, ni en Amati, ni tampoco en Vivaldi, ni en Scarlatti, sino en
la música de Hungría y en los gitanos; cuando decimos guitarra, pensamos en
España, más concretamente en Andalucía, en las peteneras y en los bailaores, no
en las muchas guitarras que hay a lo largo y ancho de América y quizás del mundo;
cuando decimos acordeón, pensamos en el del mar del Plata o en el del Valle de
Upar (Valledupar); y cuando decimos arpas, pensamos… pensamos… en los ángeles.
“El arpa es el instrumento de los ángeles”, me decía mi abuelita, que no era
llanera, cuando yo era un niñito, y la sacaban valedera los artesonados de las
iglesias, cuando las iglesias se decoraban, y las vitelas de su época; pero
para quienes no somos tan santos como era mi abuela, cuando decimos arpa, pensamos
en la música llanera. Así como el arpa es el instrumento de los ángeles y de
los llaneros, el alma de los llaneros es como el alma de los ángeles.
Por medio del arpa el llanero
canta, llora, ríe, gime, expresa todas sus emociones; por eso ha sido su
compañera de siempre y en remotas edades cada arpa tenía nombre propio, como
las vacas, como cuando las vacas eran pocas; pero hoy, cuando se han
multiplicado como las vacas, han perdido esa identidad. Conservan, si, una
característica sui generis: “el arpa, chico”, dicen los llaneros, “es como una
mujer bella: muchos quieren tocarla, pero pocos pueden”.
Por eso, no cabe duda,
el arpa es el instrumento de los ángeles y de los llaneros.
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