Si antropófago es quien
come carne humana, voluntaria o involuntariamente, con gusto o con repugnancia,
yo no sé, tengo que decir que uno de nuestros mejores Presidentes de la
República, o por lo menos de los más controvertidos, fue antropófago. No fue él
un hombre común, fue extraordinario: en tiempos en que no había caminos, se
recorrió el país a pié, fundó pueblos, fomentó el comercio, traspasó las
fronteras, soñó con un ferrocarril interamericano que uniera los dos polos.
Escribió un libro bilingüe, en castellano y en francés, que era el idioma de
las gentes cultas de esos tiempos, en que narra sus aventuras con sus hermanos
y hace apreciaciones ciertamente valiosas.
Cuenta el autor que en
el sur de Colombia, más concretamente en lo que hemos venido llamando, en este
proceso la Amazonía, unos indios cazaron a uno de sus hermanos y se lo
comieron. Y agrega que, a pesar de tan doloroso incidente, él resolvió
continuar el viaje iniciado, sus observaciones e investigaciones y cómo, a raíz
de eso, su guía, un indígena de la región, en un momento dado, le dijo que
hasta ahí lo acompañaba. Al averiguarle el motivo, díjole el indígena guía que
porque en ese lugar principiaba el dominio de los indios antropófagos.
Sin guía, el
expedicionario que, como se ve, era hombre valiente y de resoluciones firmes,
resolvió continuar sólo la exploración. Cayó en manos del Cacique “Manoetigre”,
si mal no recuerdo, que quedó algo así como hipnotizado ante la ante la
presencia de aquel hombre blanco, barbado, de ojos azules, de porte marcial,
intrépido y valiente, y lo recibió no sólo con manifestaciones de amistad sino
de complacencia por su visita. Cuando tal cosa leí, recordé el recibimiento que
Monctezuma II hizo a Hernán Cortés cuando éste llegó a México; Manoetigre lo
invitó a un banquete en que se sirvió como plato principal un indio que,
imagino yo, fue preparado a manera de lechona.
Y al visitante le tocó hacerle los honores al plato porque ¿Quién se atreve a
despreciar una atención de un cacique antropófago en su propio cacicazgo?
No he dicho yo que el
invitado se hubiera comido gustoso y menos que hubiera pedido repetición de su
plato de “indio-lechona” o lechona de indio, sino simplemente que
le tocó participar del banquete.
Tiempo después, leyendo
“El otoño del Patriarca” recordé este episodio al encontrar el relato de una
ceremonia parecida en que el anfitrión era nada menos que el Patriarca, con el
agravante de que el difunto que se servía adobado y adornado con sus más altas
condecoraciones, no era un hombre cualquiera, sino nada menos que su más
apreciado Ministro que cometió el error de discrepar de las opiniones del señor
Presidente vitalicio, su compadre, por más señas.
Mucho me temo que si
nuestro personaje hubiera rechazado la fina atención del Cacique, hubiera sido
el plato del siguiente banquete aunque, repito, nuestro expedicionario, nuestro
héroe dio pruebas de valor y tenacidad. Cuando alguien se atrevió a sindicarlo
de haber vendido miles de indios como esclavos en el Perú, le hizo frente,
logró la condena del denunciante y aunque este huyó de la región más
meridional de Colombia a la más
septentrional, Panamá, allá lo persiguió y se dio el placer morboso de ejecutar
él mismo la sentencia. Él fue quien haló la soga con que se ahorcó a ese
atrevido. Y, cuando más tarde fue Presidente de Colombia y luego dictador y
sufrió un atentado, terminó éste con la ejecución de los conspiradores que
fueron ejecutados en las cercanías de los terrenos que hoy ocupa la Pontificia
Universidad Javeriana. Me he referido a nuestro tanto más admirado cuanto
controvertido General Rafael Reyes.
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