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viernes, 3 de agosto de 2012

Capítulo 49. El desperado


Hay otro personaje en el llano y en la selva de que hemos hablado: el desperado.
Este vocablo ya no existen en lengua castellana, pero aún lo usan los modernos penalistas. El diccionario de la Real Academia Española lo cataloga como voz antigua y le da significado de otro parecido: desesperado, del que ciertamente, conserva algunos rastros, pero es algo más: Su significado es otro, algo así como outlaw o forilegge, sus traductores aclaran que no es precisamente lo mismo. En la génesis del concepto se remonta a los lobos, los toros salvajes y los caballos indomables: “El maligno, feroz y astuto lobo”, “El caballo que arroja al suelo a todos los jinetes”. El desesperado es un ser humano marcado por la naturaleza desarrollado a través de especiales circunstancias de vida.
Algún penalista ilustre dice: “Instintos de lobo se apoderan de los hombres en territorios americanos no civilizados.” Habría sido más exacto quitándole el calificativo de americanos. Por lo general son hombres que delinquieron y para no dar con sus huesos en la cárcel, huyeron. Por si mismos se expatriaron de la comunidad en que nacieron buscando refugio, en la impenetrable selva y en el llano infinito; perseguidos real o imaginariamente, generalmente lo último por que el Estado no tiene manera de perseguirlos en kilómetros y kilómetros de tierra inhóspita, se precipitan en situaciones peligrosas, saltando de un escondrijo a otro, siempre en defensa propia,  cayendo en una forma de vida reducida, de manifiesta indiferencia a la vida humana, propia o ajena, que pudiéramos llamar un intento continuado de suicidios interrumpido por robos, violaciones y asesinatos que casi pudiéramos calificar de fortuitos, porque bajo esas circunstancias ambientales han transformado su psiquis en forma regresiva: no razonan, se defienden como serpientes. Son hombres sin Dios ni ley de quienes todo se puede esperar.
Los desperados abundan en nuestra literatura: lo son Arturo Cova, el personaje de “La Vorágine” de José Eustacio Rivera, obra en cuyas dos primeras dos líneas dice: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia…”, lo es su compañera Alicia, ambos tuvieron que huir de Bogotá al llano por el grave delito de amarse sin haberse casado: lo es Doña Bárbara, el personaje central de la obra de Rómulo Gallegos que lleva su nombre: “Tenga mucho cuidado con doña Bárbara…. Váyase con tiento: esa mujer tiene su cementerio”,  lo son Negro Malo y Pedro Miguel, personajes de otra obra de Gallegos: “Pobre Negro” y ¿no lo será acaso el sargento que hizo asesinar a bayoneta, inclusive a las pollitas, a la familia de vaqueros que lo pasaron de orilla a orilla del bravío y caudaloso río, para que sus perseguidores no tuvieran quién los pasara?
¿No lo es Jorrés o Alfaniz, personajes de Julio Verne en “El soberbio Orinoco”? ¿y de pronto, quizás, tal vez, no lo serán el sargento Marcial que, fusil en mano, salió de París para los llanos de Venezuela a matar Cuibas y demás “feroces indígenas del Orinoco” en busca de su coronel, el coronel de Kermor del ejército francés, o padre Esperante, de la misión de Santa Juana, que formó una compañía de guaharibos o Guajibos “disciplinados, instruidos en el manejo de las armas… provistos de fusiles modernos, con municiones, hábiles tiradores… pues poseían la visita del indio… que da seguridad a la misma y no dejaban posibilidad de éxito a un ataque que no podía cogerles desprevenidos…” como lo demostraron cuando Alfenis, sus cómplices de presidio y sus aliados Cuibas lo intentaron?

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